viernes, 29 de septiembre de 2017

Menos puede ser más (complejidad).



Queridos lectores,


Hace unas semanas participé en un acto en Sevilla, en un debate/mesa redonda en el marco del Congreso de Didáctica de las Ciencias que se celebró allá. Tuve el placer y el privilegio de conversar y debatir con Eduardo García Díaz, el cual me ofreció amablemente este largo ensayo sobre decrecimiento y complejidad que ya hace semanas que quería haber publicado en estas páginas. Estoy seguro de que este ensayo será muy interesante para mis lectores, particularmente para aquéllos que buscan visiones alternativas a las más pesimistas que a veces se prodigan por estos lares.

Salu2,

AMT



Menos puede ser más (complejidad). Una reflexión sobre la interacción entre decrecimiento y complejidad.


Eduardo García Díaz


Universidad de Sevilla
Foro por Otra Escuela (Red IRES)
Asociación Montequinto Ecológico-Ecologistas en Acción
jeduardo@us.es


En escritos, conferencias y debates sobre el tema del decrecimiento y/o el colapso, asociado a los límites biofísicos (agotamiento de los recursos, cambio climático), es frecuente encontrar la idea de que el decrecimiento supone una descomplejización (deseada y/o inevitable) del sistema social. Frente a esta perspectiva, proponemos utilizar la noción de complejidad sustentada en la obra de Edgar Morin, concepción que nos ayuda a entender que el decrecimiento no supone, inevitablemente, un decremento de la complejidad del sistema social.


El consenso sobre la descomplejización


En el pensamiento ecologista actual se asocia la crisis sistémica con el inicio de un proceso de decrecimiento, que podría llevar a un colapso civilizatorio (Fernández y González, 2014; Casal, 2016; Prats, Herrero y Torrego, 2016, Taibo, 2016). Simplificando mucho el tema, podríamos hablar de dos concepciones no excluyentes. Según la primera versión del decrecimiento, éste sería un objetivo social deseable para solucionar los graves problemas derivados de la crisis, poniendo el acento en que el decrecimiento es una opción social asociada a la concienciación de la ciudadanía en la necesidad de cambiar nuestra ética y nuestro estilo de vida. Según la segunda versión, el decrecimiento sería un hecho inevitable provocado por el choque de nuestra civilización con sus límites biofísicos, de forma que lo que cabe hacer es preparar a la población (incrementando su resiliencia) para que el colapso no sea caótico, sino ordenado y justo (Fernández y González, 2014; Casal, 2016; Prats, Herrero y Torrego, 2016; Taibo, 2016, Turiel, 2016).


A la idea de decrecimiento y/o colapso acompaña, con frecuencia, la idea de descomplejización social, bien entendida como un valor a desarrollar (concepción próxima a la obra de Latouche, 2007, 2009 y 2012), bien entendida también como algo necesario e inevitable (Fernández y González, 2014; Casal, 2016; Riechmann, 2016; Taibo, 2016). Descomplejizar significa aquí menor producción de bienes (descenso del PIB) y menor consumo, menos habitantes, menor grado de especialización profesional, desorganización de estructuras jerarquizadas, menor “conectividad” y menor transporte de materiales, menos ciencia y menos tecnología, etc. Como indica Taibo (2016), cinco verbos resumen el posible cambio asociado al choque con nuestros límites biofísicos: decrecer, desurbanizar, destecnologizar, despatriarcalizar y descomplejizar.


Estando de acuerdo en que vamos hacia un mundo de baja energía, con menos recursos en general, y con ecosistemas transformados por el cambio climático, en el que será difícil mantener la actual organización social y en el que se podría hablar de un colapso de la civilización industrial, no comparto, sin embargo, el argumento de que el decrecimiento determine siempre una descomplejización. A continuación aporto algunas ideas para abrir un debate sobre este tema.


PIB y gusanos de seda


Pensemos que el sistema capitalista es como una enorme oruga que come y crece sin parar. Pensemos que antes de morir, por agotamiento del alimento disponible, se transforma en una mariposa.


Evidentemente, tanto la oruga como la mariposa son dos sistemas complejos. Pero ¿cuál es más complejo? En mi opinión, la respuesta dependerá de qué variables utilicemos para definir un sistema como más o menos complejo. Si damos relevancia a variables cuantitativas del tipo del peso o el balance de calorías, la oruga será más compleja que la mariposa. Pero si nos fijamos en variable cualitativas como la capacidad de reproducirse, la mariposa sí la tiene pero la oruga no, y ésta sería por tanto menos compleja.


Es decir, el concepto de complejidad es relativo, no es lo mismo utilizar parámetros como el PIB o el número de habitantes (cuantitativos) que parámetros como el formato de organización social, es decir, el tipo de interacciones presentes (no son lo mismo las relaciones antagónicas que las de complementariedad), o el predominio de estructuras jerárquicas o de redes horizontales, parámetros que son cualitativos. Del mismo modo, no es igual hablar de complejidad del conocimiento, con indicadores como la acumulación de datos o el número de graduados, que hablar de conocimiento en relación con el formato organizativo de los sistemas de ideas.


¿Cuál es el problema? Pienso que convertir una determinada perspectiva de la complejidad de los sistemas en un axioma ignora la posible existencia de otras perspectivas, lo que lleva a un empobrecimiento del debate sobre las transiciones posibles en una situación de decrecimiento. Sobre todo, cuando en la literatura ecologista predominan ideas como las de Tainter (1996) que plantea una definición de complejidad que no compartimos (tema sobre el que volveré luego). En los argumentos que siguen, nos basaremos en el paradigma de la complejidad desarrollado por Edgar Morin (1986, 1987, 1988, 1992 y 1994), que describe el cambio de sistemas complejos abiertos en reorganización continua (en nuestro caso los eco-socio-sistemas) como un cambio en el que intervienen tres factores en interacción: materia, energía e información, interacción en la que ningún factor es predominante, de forma que el cambio se explicaría por una causalidad compleja (bucles, recursividad, auto-organizaciones, reorganizaciones) y no por relaciones causales lineales entre esos tres factores.


Podría pensarse que este es un debate académico. Pero creo que existe un riesgo para los movimientos de transición: si asumimos sin crítica determinados principios podríamos llegar a diagnósticos inadecuados y a promover prácticas desajustadas y poco adaptativas, asunto relevante si queremos incrementar la resiliencia de las poblaciones en un momento de crisis sistémica. Más aún, la insistencia del discurso ecologista en términos como colapso, declive, degradación, simplificación o regresión social, puede producir confusión y rechazo social si no se aclara bien el significado de dichos términos.


Axiomas discutibles


En una situación de decrecimiento es innegable que hay menos recursos energéticos y materiales. Pero esto no debe llevarnos a sobrevalorar las dimensiones materia y energía sobre la dimensión información (entendida aquí como organización). Ni tampoco a establecer relaciones de causalidad lineales.


Al respecto, se aprecia una aproximación determinista al tema del colapso civilizatorio cuando se dice que la complejidad de una sociedad es consecuencia de la cantidad de energía disponible (entre muchos otros, Fernández y González, 2014; Casal, 2016). En concreto, Casal mantiene, al hablar de los 12 axiomas que sostienen la idea de colapso civilizatorio (premisas que comparto en general) lo siguiente (axioma 4):


La complejidad de una sociedad (o de un modelo de civilización) depende de los flujos de energía de los que dispone: a más energía, es posible crear sociedades más complejas (p. 36) … Los niveles de complejidad del actual modelo de civilización, que denominamos industrial, no se pueden mantener  (pagina 37).


Y más adelante:


El decrecimiento es inevitable, hay que partir de esta premisa básica: a menos energía disponible, no hay crecimiento posible y las economías se contraen, cuando no colapsan hasta niveles más bajos de complejidad estructural (Tainter) (página 217).


Analicemos estas ideas. Parece clara la correlación entre energía y crecimiento: si tenemos menos energía tenemos menos crecimiento. Pero ¿no habría que matizar la premisa: menos crecimiento supone menos complejidad? ¿Por qué asociar la complejidad solo con el crecimiento (variable cuantitativa)? ¿El descenso de complejidad afectaría por igual a los distintos subsistemas (son subsistemas muy diferentes una burocracia estatal que una cooperativa local)? ¿Una organización de la producción de bienes según los criterios de la economía del bien común (Felber, 2015) es menos compleja que una economía orientada según los criterios convencionales como es el caso del  PIB? En último término ¿cualquier paso en un incremento de la complejidad es un paso hacia una decadencia futura? (axioma absolutamente generalizado en la literatura ecologista).


El argumento central de Tainter (1996) es que el cambio de complejidad en las sociedades se desarrolla según una curva tipo Campana de Gauss, de forma que, inevitablemente, a un aumento de complejidad sigue un decremento de la misma (ley de rendimientos decrecientes). El sistema se complejiza progresivamente (y gana en eficiencia) pero llega un momento en que su propia complejidad le lleva a la ineficiencia y la decadencia.


Como señalan Fernández y González (2014) hay abundantes datos que nos indican que la ley de rendimientos decrecientes se puede apreciar en la evolución de las sociedades dominadoras. Pero ¿es una ley universal aplicable a otros modelos sociales? Aquí hay un problema de atribución causal pues ¿la causa es la “complejidad” o hay otros factores intervinientes (entonces habría que hablar más de correlación que de causalidad)?


El problema es que Tainter ignora factores claves que explican la evolución de las instituciones sociales: éstas no son neutras, pueden estar al servicio del bien común de toda la sociedad (y servir para solucionar los problemas socio-ambientales) o responder a los intereses de grupos sociales concretos que ostentan en ese momento el poder; pueden regirse por criterios de antagonismo o por criterios de complementariedad y solidaridad. Y estos factores son determinantes a la hora de entender esa “inevitable” decadencia. En mi opinión, los mecanismos de control y autoperpetuación del sistema capitalista (o de la Roma Imperial o de otras sociedades basadas en el dominio y la explotación) no están fallando porque se ha llegado a un “techo” de complejidad institucional sino porque las contradicciones internas del sistema lo posibilitan. Cuando Tainter pone ejemplos de incremento de la complejidad burocrática y de los mecanismos de seguridad y control que llevan al colapso no nos dice algo esencial: que esa burocracia y esos mecanismos no están ahí para resolver el problema del ajuste de la actividad humana a la ecología planetaria sino que están ahí para autoperpetuar el dominio de las clases dirigentes.


Del mismo modo es discutible la afirmación de  Tainter (1996), en la que sostiene que las sociedades buscan las soluciones más prácticas y racionales a los problemas (por ejemplo, en el caso del imperio romano), soluciones que, sin embargo, no impiden la decadencia del sistema. Es decir, se plantea que las organizaciones sociales se crean para resolver problemas, pero que cuando se complejizan en exceso dejan de ser eficientes para dicha función. En este enunciado hay un asunto clave que habría que matizar, qué problemas eran los que se intentaban resolver: ¿los problemas relativos al bien común de toda la población o los problemas de autoperpetuación de la clase dominante? Tema importante, pues no es lo mismo emprender un camino de resolución de problemas bajo las condiciones de una sociedad basada en el antagonismo y la dominación que en otro modelo social basado en la complementariedad.


En último término, la aplicación de la ley de rendimientos decrecientes como axioma universal supone dudar de la posibilidad de organizaciones sociales con una mayor eficiencia energética capaces de mantener un cierto grado de complejidad en una situación de decrecimiento, tema de gran importancia al que dedicaremos un apartado de este texto.


También habría que matizar y relativizar otra idea: la jerarquización social y el aumento del trabajo especializado es un indicador de complejidad. Se considera que una estructura jerárquica y piramidal con multitud de “nichos profesionales” es una estructura muy compleja, más que un conjunto de redes horizontales interconectadas y autosuficientes. Es decir, la estratificación y la desigualdad social son “complejos”. Pero esta concepción choca con un concepto originado en la biología: la neotenia de los mamíferos (que mantienen durante mucho tiempo de su desarrollo las características de individuos inmaduros, lo que les da una gran plasticidad a la hora de adaptarse al medio). Este principio es esencial en los seres humanos: somos organismos generalistas y polivalentes, y esa es una característica básica de nuestra especie. Nuestra curiosidad innata por todo, nuestra tendencia a explorar e investigar, nuestra capacidad para utilizar recursos muy diversos, son rasgos de complejidad. Entonces ¿por qué decimos que la jerarquización y la hiperespecialización (y la sumisión y falta de autonomía consiguientes), y no la polivalencia de las personas, son indicadores de complejidad? ¿No estaremos asumiendo sin más los valores del sistema dominante al decidir qué es y qué no es complejo?


Igualmente hay que relativizar la idea de que con la conectividad también se cumple la ley del rendimiento decreciente. Se sostiene que, aunque inicialmente las redes son buenas (mayor eficiencia), llega un momento en el que las repercusiones de los fallos son susceptibles de propagarse fácilmente (si hay mucha dependencia entre los nudos de la red), de forma que cuanto más interrelacionadas están las redes, más tendencia tienen a transmitir los problemas. Por tanto: más complejidad significa más vulnerabilidad.


La clave está, de nuevo, en entender la complejidad como cantidad y no como calidad (por ejemplo, la autonomía de cada nudo de la red, el tipo de interacciones que se dan entre los mismos, los intereses que regulan el intercambio …). No es una ley universal que un incremento de la complejidad en la conectividad suponga inevitablemente un decremento posterior. El ejemplo más claro es el de los sistemas de ideas: como señala Morin (1992, 2001), una complejización progresiva de los sistemas de ideas tiene un efecto multiplicador y nunca resta. Hoy en día la ciberconectividad supone un despilfarro enorme de energía, pero ello no se debe a la “complejidad” del sistema sino a los contenidos que se potencian en función de un mayor control de los gustos y valores de la población. El grado de conectividad será más o menos resiliente no porque existan redes más o menos “complejas” sino en función del tipo de redes que organicemos (al respecto, todos los ejemplos que se ponen de perturbaciones que la red amplifica, se refieren a la lógica organizativa del sistema capitalista: una crisis financiera, un atentado terrorista, un ataque cibernético …).


Además, una sociedad en red no tiene que tener la lógica de un organismo pluricelular (que se toma como referente). En el organismo el intervalo de estabilidad es muy corto (su estado no puede alejarse mucho de un óptimo preestablecido). Más bien tendría la lógica organizativa ecosistémica, mucho más abierta, donde los procesos de reorganización son más relevantes que los de auto-organización (Morin, 1986, 1987). Como nos indica este autor, lo relevante es el factor cualitativo: lo que mejor define una red es el tipo de interacciones que la organizan.


En conclusión, no debemos considerar la ley del rendimientos decreciente como un axioma universal. Evidentemente, dicha ley nos sirve para entender, por ejemplo, la evolución de la burocracia administrativa, pero no sirve para explicar bien la evolución de un huerto en permacultura o los cambios en la organización de los sistemas de ideas. Aspectos que trataremos detenidamente luego.


En último término, estas cuestiones remiten a unos determinados modelos sobre las interacciones entre materia, energía y organización. El axioma central “menos energía es menos complejidad” ¿se sostiene desde el punto de vista de la termodinámica y de la ecología? ¿es discutible qué tipo de organizaciones sociales son viables dentro de los límites biofísicos, y cuáles de ellas pueden ser consideradas más o menos complejas que la sociedad industrial actual?


Nos dice la termodinámica que la energía no se crea ni se destruye, solo se transforma, y en esa transformación se degrada. De ahí podríamos pensar que si cada vez tenemos menos energía de calidad disponible (combustibles fósiles) inevitablemente eso debe llevar a una simplificación de la organización social. Pero si no queremos ser deterministas, tenemos que reconocer que así como la energía de calidad disponible condiciona la organización social tal organización también condiciona el uso de dicha energía. En otros términos, sería posible incluso un mayor grado de complejidad (no entendida como crecimiento) con menos energía si ésta se usa con mayor eficiencia. Desde esta perspectiva, la clave está tanto en la organización como en los recursos, pues los recursos no son el único motor evolutivo (si no queremos caer en una posición reduccionista).


Determinados sistemas complejos (los eco-socio-sistemas) sometidos a un flujo de energía presentan una interesante cualidad: aunque la energía se degrada deja una “huella” en forma de información (organización, en los términos de Morin). Es decir, el sistema se ordena de una determinada forma, de manera que, aunque la energía fluye (y pierde “calidad”), nos quedan estructuras que van a condicionar el uso posterior de ese flujo de energía. Como nos dice Margalef (1980):


La acumulación de información no es gratuita, pues significa cambios de energía y, por tanto, un aumento del valor de la función entropía. Pero la información conseguida, persistente en forma de estructura, puede orientar en uno u otro sentido el uso futuro de la energía, de manera tal que se puede juzgar más eficiente (p. 21).


Esta perspectiva se corresponde con un cambio esencial que se produce en la ecología del pasado siglo: la transición de una concepción de la biosfera como conjunto de relaciones causales lineales (mecanicismo), en las que los recursos determinan la organización de la vida, hacia una concepción interactiva, en la que también la organización viva influye sobre el biotopo (Levins y Lewontin, 1980; Margalef, 1980; McIntosh, 1985; Morin, 1987; Golley, 1993). Así, Margalef (1974) define en los años setenta (momento culminante de la revolución conceptual de la ecología) el ecosistema como un sistema de elementos vivos y no vivos implicados en un proceso dinámico e incesante de interacción, ajuste y regulación que supone la evolución a nivel de especies y la sucesión ecológica para la totalidad del sistema.


Dentro de esta óptica, Deléage (1993) nos dice que hay que evitar los “reduccionismos termodinámicos” al referirnos a sistemas como los ecosistemas o las sociedades humanas. No podemos explicar su complejidad solo como un balance de calorías (de hecho el concepto de metabolismo, tan utilizado en la literatura ecologista como metabolismo social, se origina y desarrolla en biología asociado al nivel de organismo y no al de la escala ecosociosistémica), pues se trata de sistemas abiertos en continua reorganización, sin un óptimo preestablecido (que es el caso de los organismos), que como entidades históricas han utilizado el flujo de energía para organizarse (acumulan información en forma de programas genéticos y culturales), organización que, a su vez, condiciona la circulación de materiales y el flujo de energía en nuestro planeta.


Desde esta perspectiva, no tiene sentido hablar de Campanas de Gauss, de cambios periódicos, y de ciclos sociales. No comparto, por tanto, la idea de colapsos civilizatorios asociados a ciclos históricos (tan presente en la literatura ecologista, basándose en los postulados de Tainter). Un modelo de cambio basado en ciclos y en espirales no explica adecuadamente la evolución de sistemas que están en continua reorganización (Morin, 1986 y 1987). Creo más apropiados los modelos que nos propone la ecología para entender la evolución de la biosfera. Así, Margalef (1974), cuando habla de la evolución de los ecosistemas, habla de cambio helicoidal (p. 738), con un componente “cíclico” y con otro, más determinante, irreversible, de carácter evolutivo (la “flecha del tiempo”). Al respecto, es contradictorio mantener al mismo tiempo (como por ejemplo hacen Fernández y González, 2014) que la historia es una sucesión cíclica pero que no vuelven a ocurrir los mismos hechos ni en el mismo orden, de forma que cada nueva etapa es única.


En un modelo de cambio cíclico tiene sentido hablar de crecimiento y decrecimiento de la complejidad social. Lo que ocurre es que en este caso solo se consideran determinadas variables (número de personas, cantidad de clases sociales, cantidad de roles sociales, cantidad de energía o de información utilizada, cantidad de organismos e instituciones, cantidad de conexiones, etc.,) y no otras, que sí explicarían un cambio helicoidal mucho más abierto e indeterminado (eficiencia energética, predominio de la complementariedad sobre el antagonismo, predominio de actividades cooperativas no competitivas, naturaleza de las interacciones que crean organización, etc.). Precisamente, el primer grupo de variables es el más utilizado por el pensamiento dominante al hablar de crecimiento y progreso, de ahí que sea importante que seamos críticos con su uso.


Este debate nos parece relevante de cara a la interpretación del colapso y de la transición (más bien revolución) hacia sistemas poscolapso. Si admitimos que:


  1. Con un determinado suministro de energía un sistema puede hacer cosas muy distintas según sea la información (organización) de ese sistema.


  1. Los procesos de cambio social no son cíclicos sino evolutivos (lo que supone que cualquier cambio debe ser interpretado en clave de transición a algo diferente y no de vuelta a situaciones precedentes).


Podemos concluir que aún teniendo menos energía, sería aún posible mantener un cierto grado de  complejidad en determinadas organizaciones sociales. La clave estaría en la eficiencia energética del sistema social (capacidad de conseguir unos determinados fines con el menor gasto energético).


De máquinas, familias y monocultivos: el debate de la eficiencia energética


En relación con el tema del decrecimiento/colapso hay un importante debate abierto sobre el papel de la eficiencia en la resolución de los actuales problemas socio-ambientales. Sobre todo ¿es un mito la importancia de la eficiencia? (como señalan, por ejemplo, Fernández y González, 2014). El dato más utilizado para indicar que el incremento de la eficiencia no es la solución al problema es la paradoja de que un incremento de la eficiencia relativa de una tecnología supone un decremento de la eficiencia absoluta del conjunto del sistema (paradoja de Jevons). Merece la pena analizar bien ese efecto “rebote” (mejoramos la eficiencia energética de las máquinas y ello lleva, sin embargo, a despilfarrar más energía y a la decadencia del sistema). Turiel (2011) comenta que:


sin modificar otros factores resulta que se está dando un incentivo para consumir más de ese producto si su mayor consumo nos reporta una ventaja, ya que con la misma renta disponible podremos consumir más; peor aún, quien antes no podía acceder a este consumo por tener una renta insuficiente ahora podrá hacerloSe ha de entender, por tanto, que el repetido llamamiento a la mejora de la eficiencia es contraproducente si no está acompañado de otras medidas, porque en vez de dar un estímulo a consumir menos da un estímulo a consumir más.


La clave está es las frases sin modificar otros factores y si no está acompañado de otras medidas. Es decir, la “paradoja de Jevons” se da en una organización social basada en unos valores determinados (consumo despilfarrador en este caso), controlada en función de unos determinados intereses de clase (la obtención del máximo  beneficio), y no es, por tanto, un fenómeno universal y común a cualquier modelo social.


Por tanto, compartiendo la perspectiva de un mundo futuro de baja energía, creo matizable la idea del colapso inevitable por ineficiencia energética, pues en realidad en el sistema actual la mayor parte de la energía disponible se derrocha porque tiene un sentido económico hacerlo (Turiel, 2017). Al respecto, es muy relevante discutir el papel de la eficiencia energética en la transición poscapitalista.


La posición dominante en la literatura ecologista, asociada al paradigma “menos energía-menos complejidad”, es la creencia de que, aún siendo una variable importante, un incremento de la eficiencia no sería la clave de la transición (Fernández y González, 2014; Casal, 2016; Taibo, 2016).


Claro que, cuando se habla de incremento de la eficiencia, solo se menciona la tecnología, añadiendo siempre una crítica (que comparto) al optimismo tecnológico y a la tecnolatría. El problema es que este enfoque es reduccionista, al entender la eficiencia solo en el ámbito tecnológico y no relacionarla con la organización social en su conjunto. Si adoptamos esta segunda perspectiva (acorde con los planteamientos de Margalef o de Morin), tendríamos en la eficiencia un criterio básico para evaluar las alternativas posibles (según su grado de resiliencia). A continuación presento algunos ejemplos que ilustran esta tesis, y que suponen que determinados cambios en la organización social, en el sentido de incrementar su eficiencia energética, consiguen un mejor ajuste a un mundo de baja energía y significan, incluso, un aumento de la complejidad del sistema.


Comencemos por nuestra “unidad organizativa básica” ¿Es más compleja una organización social atomizada en familias o una organización social de redes de comunas autosuficientes coordinadas? ¿Cuál organización es más resiliente desde la perspectiva de la eficiencia energética? Pensemos un momento en el ahorro de energía que supone pasar de los usos domésticos actuales, centrados en la unidad familiar (multitud de electrodomésticos, horas dedicadas en cada casa al hogar y a los cuidados) a una organización comunal. Si hoy en día dedicamos un 20 % de la energía consumida por nuestra sociedad al uso doméstico ¿cuánta energía se ahorra cocinando para la comunidad en vez de para cada familia concreta? ¿o asumiendo los cuidados colectivamente? ¿o concentrando una actividad común en las zonas más frescas en verano y en las más calientes en invierno?.


Si, además, sustituimos el transporte horizontal despilfarrador por redes locales de producción-consumo, por redes informáticas de trabajo colaborativo y por medios de transporte más ecológicos (transporte colectivo, ir en bici, andar), tendríamos un gran ahorro energético (el transporte consume actualmente nada menos que el 40 % de la energía entrante). Del mismo modo, la creación de talleres locales orientados a producir aquellos bienes básicos que se consideren imprescindibles reducirían en gran medida ese 30 % de la energía actualmente utilizada en el sector secundario; y una reorganización radical del sector servicios supondría también un considerable ahorro de energía.


En relación con este último tema, hay que considerar el enorme gasto de energía que supone mantener y autoperpetuar el sistema capitalista mediante mecanismos de control de la población como son: las múltiples burocracias administrativas existentes, el complejo militar-industrial así como los distintos cuerpos de seguridad y jurídicos, todo el entramado financiero y comercial, los medios de comunicación y entretenimiento,  y el propio sistema educativo (pensemos en las horas de trabajo y en las calorías gastadas por incontables estudiantes a lo largo de una buena parte de su vida para ser preparados como ciudadanos obedientes y sumisos).


Es decir, una organización social basada en el antagonismo (competencia, explotación, egoísmo, individualismo) no solo es injusta sino que además es mucho menos resiliente en cuanto a eficiencia energética que una organización basada en la complementariedad (cooperación, simbiosis, altruismo, solidaridad …). Asunto que en el ámbito de la biología queda claro, tanto en el campo evolutivo (la complementariedad es el motor de los grandes saltos cualitativos como son el paso de la célula procariota a la eucariota o del organismo unicelular al pluricelular) como en el de la ecología (la complementariedad es la clave de la organización ecosistémica).


¿Y la alimentación y el sector primario? En parte de la literatura ecologista se suele describir la sociedad futura como una sociedad menos urbana y más centrada en la vida rural, con un modelo agrícola más simple, parecido al de la agricultura preindustrial. Estaríamos, por tanto, ante el típico caso de “descomplejización “ y de “retorno al pasado”. Pero ¿tenemos otras opciones?


Los datos actuales apuntan que tanto la agricultura industrial como la preindustrial presentan una menor eficiencia energética (mucho menos la industrial) que, por ejemplo, la permacultura (según la describe Holmgren, 2013). Al respecto, es relevante comparar el modelo de la agricultura industrial con el de la permacultura, a la hora de debatir sobre “complejidades”. Si atendemos a variables cuantitativas, como por ejemplo la cantidad de energía que requiere uno y otro modelo, la agricultura industrial presenta un mayor uso de energía, pues se basa en gran medida en el aporte de una gran cantidad de energía exosomática presente en los combustibles fósiles (energía para extraer y distribuir el agua, para la maquinaria agrícola, para la producción de abonos y plaguicidas, etc.).


Evidentemente un agroecosistema industrial es eficaz (cumple con el objetivo de producir muchos alimentos) pero no es eficiente (lo hace con un gran gasto energético). Es decir, utilizando otra variable cuantitativa como es la Tasa de Retorno Energético (la relación entre las unidades de energía obtenidas respecto a las unidades utilizadas para obtenerla) las tasas de la agricultura  industrial, próximas a 1, son muy inferiores a las de la permacultura (más de 20, de forma que con 1000 metros cuadrados de bancales profundos y “bosque de alimentos” damos de comer a cuatro personas). Es decir, la permacultura es mucho más eficiente en el uso de la energía y por tanto es un modelo mucho más resiliente (Rodríguez-Marín, Fernández-Arroyo y García, 2015). Pero la comparación de ambos modelo no acaba en el tema de la TRE.


Analicemos un sistema social que adoptara los principios de la permacultura (como modelo agrícola, como diseño del territorio y como modelo de organización social): alta eficiencia energética, ahorro de agua y de nutrientes, desarrollo de un suelo vivo y complejo, alta biodiversidad, potenciación de la complementariedad entre las especies implicadas en la producción agrícola, mayor desarrollo del transporte vertical de materiales que del horizontal, mejor ajuste a los ciclos biogeoquímicos y al flujo de la energía, diseño territorial en mosaico (red de ecosistemas complementarios interconectados), sustitución de la dieta carnívora por la vegetariana (al eliminar un paso en la “pirámide trófica humana” ahorramos muchísima energía y disminuimos además las emisiones de metano y el calentamiento global), organización social basada en la complementariedad (cooperación, altruismo, solidaridad …) y no en el antagonismo.


Una organización social con estas características, basadas esencialmente en una alta eficiencia energética, la complementariedad y el respeto por la biodiversidad, claramente es más resiliente que un modelo agrícola industrial, centrado en el monocultivo (disminución radical de la biodiversidad), el transporte horizontal de materiales y el despilfarro de recursos (desajuste en relación con los ciclos y flujos naturales), y la destrucción del ecosistema suelo (que se simplifica quedando reducido a un mero soporte). Después de la comparación ¿cuál de los dos sistemas pensamos que es más complejo? Asumiendo la idea de Homer-Dixon (2006) de asociar colapso civilizatorio con TRE, si la permacultura presenta una alta eficiencia energética ¿no sería una alternativa “compleja” básica para disminuir las consecuencias negativas del decrecimiento e incluso evitar el colapso?


Esta misma argumentación podemos trasladarla al ámbito de los idearios colectivos y de los sistemas de ideas.


¿Simplificación del conocimiento? ¿Qué ciencia? ¿Qué educación?


¿Es más complejo el sistema educativo predominante, jerarquizado, centralizado, centrado en la creación de burocracias crecientes y en la acumulación de información de baja calidad, el desarrollo de la dependencia, y el pensamiento único (monocultivo del pensamiento) que un sistema educativo basado en un conocimiento bien organizado (al modo de Morin, 2001), la autonomía, la creatividad, la diversidad, la polivalencia y el espíritu crítico? En definitiva ¿es más complejo un pensamiento simplificador, reduccionista, mecanicista o mítico, que ayuda a perpetuar el sistema capitalista,  que un pensamiento basado en la adopción de distintas perspectivas, la concepción sistémica del mundo, la causalidad entendida como interacción y la capacitación de la ciudadanía para resolver problemas?


Como hemos visto anteriormente, al hablar de la ley de rendimiento decreciente, hay que evitar un uso universal de dicha ley, en concreto, su aplicación sin más al ámbito del conocimiento. La idea de Tainter de una ciencia y tecnología cada vez más “complejas”, que terminan por detraer más recursos que los que generan, podría aplicarse a la burocracia científico-técnica actual (insistimos, dirigida a la autoperpetuación del sistema capitalista y no al bien común) pero no a la ciencia como forma de conocimiento. Como ya se indicó más arriba, una complejización progresiva de los sistemas de ideas tiene un efecto multiplicador y nunca resta (Morin, 1992 y 2001). Y aclararnos en este punto es importante: una sociedad que apueste por una complejización del conocimiento tendrá muchas más opciones de supervivencia que otra que vuelva a posiciones culturales anteriores más “simples” (neoarcaismo).


En el caso del conocimiento es muy discutible la asociación entre crecimiento (más aulas, más gente escolarizada, más aparato burocrático, más recursos) y complejidad. La psicología de la educación actual nos muestra que la cantidad no es la variable determinante, sino la manera como se organiza la información. La calidad nos da una mejor medida de la complejidad (Morin, 1988, 1992 y 2001). La mente de una persona puede adquirir muchos datos, pero si esos datos no se integran en un sistema de  ideas bien organizado, no sirven para resolver problemas, y por tanto tenemos menor resiliencia.


Sin embargo, con frecuencia encontramos en la literatura ecologista la asociación cantidad-complejidad aplicada al tema del conocimiento. Un ejemplo paradigmático de este enfoque aparece en el texto de Fernández y González (p. 187), donde entienden, por ejemplo, la complejidad social creciente como incremento de titulados universitarios. Desde la perspectiva que adopto, mayor complejidad sería conseguir mentes bien ordenadas en el sentido de Morin (2001); incremento de complejidad, éste último, que requiere de mucha menos energía que la producción de titulados repletos de información de “baja calidad”, pues solo hay que pensar en los miles de horas (y de calorías) dedicados por cada estudiante a lo largo de todo el sistema educativo para adquirir muy pocos aprendizajes significativos y relevantes. Un sistema de ideas con una alta organización interna sería más complejo (y más resiliente y más barato desde el punto de vista energético) que un sistema con muchos conocimientos, atomizado, compartimentado y vinculado a la sumisión de la población  (García, 2004a y 2004b).


Por tanto, la discusión sobre un sistema sostenible de resolución de problemas (Tainter, 1996) no debe centrarse solo en el tema económico (costes) sino también en el tema organizativo. Educar a toda la población (y no a un sector hiperespecializado) en una complejización del conocimiento y en el desarrollo de una actitud investigadora (creativa, crítica), supondría un salto cualitativo en la resolución de problemas para una sociedad no basada en la dominación.


Del mismo modo, encontramos en la literatura ecologista una cierta mitificación de los conocimientos propios de los saberes tradicionales y del sentido común. Se sobrevalora la simplicidad y se promueve la recuperación y/o utilización de otras formas de conocimiento, en muchos casos conocimientos míticos.


Desde la perspectiva de la resiliencia y de la eficiencia energética el debate de fondo es qué papel damos a las distintas formas de conocimiento en una sociedad “poscolapso”. Al respecto, aparece con frecuencia la idea de que la ciencia y la tecnología serían irrelevantes en una sociedad descomplejizada. Independientemente del tema de qué ciencia hablamos (no es lo mismo hablar de la ciencia mecanicista del siglo XIX que de la ciencia relativista, indeterminista y compleja que aparece en el siglo XX) la pregunta es ¿otras formas de conocimiento (conocimiento mítico, conocimiento cotidiano) nos aseguran una mejor adaptación en situación de decrecimiento?


En mi opinión, es esencial recuperar el pensamiento científico y el saber organizado como instrumento de resolución de nuestros problemas actuales, y recuperarlo para toda la población (aquí es fundamental una educación científica de calidad). Partir de cero y reinventar lo que ya se sabe es un enfoque que no ayuda a nuestra supervivencia en la medida que supone un despilfarro de horas de trabajo y de energía. Ya sabemos, por ejemplo, que ahorramos mucha más energía sacando un cubo de agua de un pozo con una manivela, un torno y una polea, que tirando sin más de una cuerda ¿por qué adquirir de nuevo ese conocimiento por ensayo-error? También sabemos qué plantas de cultivo son complementarias con otras plantas o qué especies son más resistentes a las plagas ¿debemos poner en peligro la seguridad alimentaria de la población probando una y otra vez hasta volver a descubrir lo ya descubierto?


Evidentemente, no nos vale cualquier ciencia ni cualquier tecnología. La apuesta es por una ciencia y una tecnología que respete, al menos, estos principios básicos: la búsqueda de una mayor eficiencia energética (ahorro de energía), asociada al uso de energías renovables, el ajuste a los ciclos materiales (predominio del transporte vertical-local sobre el horizontal y cierre de estos ciclos) y el acomodo a los ritmos del planeta (Mediavilla, 2016).


Además, todos y todas debemos aproximarnos a los problemas socio-ambientales de forma similar a como lo hace la ciencia, desarrollando un ideario colectivo más “complejo” basado en el aprendizaje significativo, la investigación de problemas, la creatividad, el espíritu crítico, el pensamiento complejo (al modo de Edgar Morin), el conocimiento científico y el trabajo cooperativo, pues de esta forma incrementaríamos nuestra resiliencia (y la complejidad del sistema). En concreto proponemos, en el marco de esta aproximación a la complejidad, una revalorización del papel de la ciencia y de la tecnología adaptadas a una sociedad en decrecimiento, pues dar preeminencia al conocimiento cotidiano y a las concepciones míticas supone disminuir la resiliencia de la población a la hora de enfrentar problemas como el cambio climático o el agotamiento de los recursos.


Educar en y para el decrecimiento


Con frecuencia encontramos en las publicaciones y en los foros de debate ecologistas una idea recurrente: hay que concienciar y educar a la población para que ésta reaccione ante el reto del choque con nuestros límites biofísicos. Al respecto, y considerando los argumentos aportados en este ensayo, sería indispensable contar con un programa de actuación que tenga en cuenta dos elementos básicos.


En primer lugar, es necesario un debate sobre la pertinencia, como referente adecuado para los movimientos de transición, del concepto de sostenibilidad, sobre todo por ser una noción omnipresente en todos los procesos educativos y de concienciación ciudadana.


¿Cuál es la potencialidad real del concepto como agente transformador del sistema? Es cierto que la noción de sostenibilidad ha tenido un claro éxito en el discurso (tanto en el institucional como en el de los movimientos sociales), pero también lo es que ha tenido poco éxito como instrumento de cambio social, de forma que desde su aparición, en los años 80, apenas ha cambiado el modelo del crecimiento ilimitado (el incremento del PIB sigue siendo el paradigma dominante), sigue el despilfarro creciente de los recursos (frente a la idea de ahorro propia de la sostenibilidad), continua el incremento de los residuos contaminantes (con el consiguiente cambio climático y la inacción institucional ante este hecho) y el aumento de la desigualdad (en este aspecto es donde estamos cada vez más lejos de las propuestas de la sostenibilidad relativas a satisfacer las necesidades de toda la población).


¿Por qué ha tenido tan poca operatividad práctica? Evidentemente es difícil cambiar el sistema, y somos conscientes de las dificultades existentes. Pero creemos también que la noción de sostenibilidad ha pecado de ambigüedad, pues dentro de la idea de desarrollo sostenible cabe casi todo, al no pronunciarse con claridad por un cambio de las reglas del juego (se propone una reforma, sin un cuestionamiento global de la organización política y socioeconómica dominante). Resulta más fácil, y políticamente “más correcto”, identificar el sentido del cambio con “ir hacia el desarrollo sostenible” o “mejorar el mundo dentro del capitalismo”, que decir, por ejemplo, que hay que acabar con el capitalismo sin más. Un primer punto débil del modelo estaría, pues, en su dimensión política.


Además, no debemos olvidar el contexto histórico en el que se origina el concepto: es una concesión del capitalismo “bondadoso” (el del estado del bienestar de los años sesenta y setenta) a los movimientos sociales justo antes del triunfo arrollador del neoliberalismo y del capitalismo de la acumulación por desposesión (desde los años ochenta y hasta el momento actual). Este giro hacia un capitalismo salvaje, propio del neoliberalismo y de la globalización económica, deja sin margen de maniobra al modelo del desarrollo sostenible: queda entonces claro que dentro de estas nuevas coordenadas resulta muy difícil reformar el sistema (al respecto, es patente la incapacidad de las alternativas socialdemócratas, a las que asocio en gran medida la idea de sostenibilidad, para contrarrestar las tesis neoliberales). Son coordenadas en las que no tiene sentido hablar de “sostener” nuestra actual forma de vida en un contexto de cambio climático y agotamiento de la energía fósil (el decrecimiento ya está aquí) y con unas clases dirigentes dedicadas a la acumulación de los recursos menguantes (incluso con una violencia creciente) y sin ningún interés redistributivo.


De hecho, el discurso de la sostenibilidad, al ignorar el decrecimiento y el muy probable colapso del sistema capitalista, puede servir para enmascarar la cruda realidad en la que estamos, ofreciendo una falsa esperanza a al población sobre la posibilidad de reforma del sistema. En este contexto, pensamos que habría que plantear no tanto una educación para el desarrollo sostenible como una educación en y para el decrecimiento, es decir, debemos pensar en educar a las personas para adaptarse a un mundo con menos recursos y que esa adaptación no sea caótica sino ordenada y justa. Adaptación que supone primar, sobre todo, la construcción de modelos de organización social que optimicen el uso de los recursos menguantes, en la perspectiva de considerar el decrecimiento no como una “vuelta al pasado” sino como una oportunidad para el cambio social hacia una sociedad mejor (Latouche, 2012). En este marco, la concienciación y la educación de la ciudadanía no podría limitarse a la organización de campañas de persuasión, sino que habría que educar a las personas en la acción, creando redes que imbriquen el sistema educativo con las luchas de los movimientos sociales y con las experiencias locales propias de los movimientos de transición.


En segundo lugar, hay otro factor clave en el cambio del ideario colectivo: la superación de las barreras mentales que los sistemas de control social han creado en la mayoría de la población.


Parece claro que cualquier intervención educativa debe ajustarse a las características de los aprendices. De ahí, que resulte imprescindible conocer bien qué barreras u obstáculos, presentes en el conocimiento cotidiano, pueden dificultar un cambio de mentalidad de la población en relación con su mejor adaptación a una situación de decrecimiento. Claramente tenemos a una población socializada en la ideología neoliberal, una población alienada, que desconoce los riesgos asociados al choque de nuestra civilización industrial con los límites biofísicos, que mitifica la innovación tecnológica (que nos salvará siempre), que rechaza aquellos argumentos que provocan desasosiego e incertidumbre, o que acepta resignadamente un destino que considera inevitable (fatalismo, conformismo). Conviene analizar estos obstáculos, y buscar aquellas estrategias más adecuadas para superarlos.


Dos obstáculos fundamentales para el cambio son el negacionismo y el conformismo. Al respecto, hay dos mecanismos psicológicos que influyen: por una parte, cuando comparamos y evaluamos dos tipos de argumentos tendemos a aceptar mejor aquellos que nos crean menos desasosiego (disonancia cognitiva), sobre todo si dichos argumentos tranquilizadores son más abundantes y repetitivos (propaganda) aunque sean menos racionales. Por otra, si comprobamos en nuestra experiencia cotidiana que hagamos lo que hagamos siempre perdemos y nunca llegamos a controlar nuestra situación (lo que en psicología llamamos indefensión aprendida) nos volvemos fatalistas y conformistas y desconfiamos de nuestra capacidad de controlar el mundo (no merece la pena hacer nada).


Para superar estas barreras, y tal como hemos analizado anteriormente, habría que evitar un discurso basado en las ideas de catástrofe o de regresión. Precisamente el miedo puede servir tanto para provocar una reacción (y comprender un riesgo que no se veía como inmediato) como para inclinar la balanza, en el caso de la disonancia cognitiva, hacia los argumentos más tranquilizadores (esto no es verdad pues los ecologistas son unos catastrofistas, las nuevas tecnologías solucionarán el problema, ya inventarán algo que evitará el colapso …). Creo que en este caso lo emotivo juega en nuestra contra, y que lo que debemos hacer es apelar a la razón, aportando datos rigurosos y serios que ayuden a inclinar la balanza hacia la aceptación del decrecimiento y, sobre todo, aportando argumentos que den seguridad y tranquilidad y que den confianza en nuestra capacidad para cambiar las cosas; argumentos basados en la idea de que la variable clave no es el límite biofísico sino la respuesta social a dicho límite, de forma que adoptando determinadas modalidades de organización social (redes comunitarias coordinadas autónomas y autosuficientes, permacultura, complementariedad en vez de antagonismo …) más eficientes, podremos vivir mejor con menos (entender el decrecimiento como una oportunidad de mejora).


Y en esta lucha por racionalizar y complejizar nuestra percepción de los problemas del mundo es clave la revalorización de la ciencia. Como hemos apuntado más arriba, no podemos permitirnos renunciar a un conocimiento organizado que la humanidad ha ido construyendo en el tiempo y que es un instrumento imprescindible para solucionar problemas. Evidentemente rechazamos la instrumentalización de la ciencia por parte del capitalismo y creemos que habría que complementar las aportaciones de la ciencia  con las de otras formas de conocimiento, pero dado que no estamos en un debate de salón, sino ante una cuestión de supervivencia, cualquier hipótesis, cualquier propuesta de acción, deberá ser sometida siempre a una evaluación crítica, a la negociación de las “verdades” argumentada con evidencias empíricas, sin asumir dogmáticamente determinados postulados que podrían suponer nuestra extinción.  


Referencias


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